Hoy he vuelto a añorar aquellos lejanos atardeceres en Digital City. Debe ser que me estoy volviendo, inevitablemente, viejo. Recuerdo que mi trisabuelo me llevaba de su anticuada mano de cinco dedos por el pulcro laberinto de calles de mi ciudad natal. El atardecer duraba varias horas. El sol parecía rodar lánguidamente por el horizonte, sin ninguna prisa, hasta que al final se ocultaba para dejar paso a la noche estrellada.
Durante el ocaso, los cálidos rayos del astro teñían de oro las estructuradas edificaciones, las ordenadas avenidas y las geométricas plazas. También nuestros felices rostros gozaban de aquella cosmética transformación. Mi "trisa" aprovechaba aquellos agradables paseos para contarme sus interminables batallitas de juventud, algo que ahora comienza a sucederme a mí. Debe ser por la avanzada edad que empiezo a ver con claridad cristalina los sucesos más lejanos, cuando soy incapaz de recordar lo que hice ayer. Parece como si el peso de los años acumulados te hiciera echar la vista sobre tus primeros pasos alejando tu atención del patético presente.
Mi "trisa" vivió muchos años, aunque no tantos como los que este viejo cuerpo mío acarrea ya encima. Podría haber vivido muchísimos más si no fuera porque su descuidado carácter no se lo permitió. Su lema era más la diversión que la precaución. Así fue como un fatídico día sufrió el imperdonable desliz de olvidar conectarse a la red para recargar sus células energéticas durante el sueño. Por eso nunca más se despertó. Se perdió los mejores años de mi vida por un tonto descuido. Cuando tu maltrecho cuerpo depende en tan gran medida de la tecnología no puedes cometer semejante error. Pero así era él y murió con la misma coherencia con la que transcurrió su vida.
Los días que pasé a su lado fueron para mí de los más entrañables que recuerdo. Nunca nadie me dedicó tanta atención como él. Cuando me contaba aquellas singulares historias, sus ojos brillaban cada vez con más viva emoción. Sus propias palabras retroalimentaban la evocación y nuevas anécdotas acudían raudas a su mente. El brillo titilante del sol poniente palpitaba en sus alegres ojos y bailaba feliz en sus profundas pupilas. Su rostro adquiría miles de matices diferentes a lo largo de sus entretenidas narraciones.
Aún ahora, no puedo contener mi sonrisa cuando recuerdo los inverosímiles finales con que remataba sus historias. Yo siempre me enfadaba con él porque, después de haberme tenido en vilo durante tanto tiempo, me tomara el pelo de aquella descarada manera como colofón. Entonces él adoptaba su semblante más severo y, con la mano izquierda sobre su pecho y la derecha blandiendo su índice hacia mí, me aseguraba que todo aquello era "au-tén-ti-ca-men-te cierto" y yo no podía dudarlo ante su abrumadora certeza. Luego volvíamos caminando hacia casa mientras el sol remoloneaba aún sobre la zigzagueante línea del horizonte y en toda la ciudad se conectaba el alumbrado artificial.
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