El sábado por la mañana, justo cuando salía con mi sobrino para hacer algunas fotos aprovechando el buen tiempo, alguien llamó nuestra atención sobre un pobre gorrioncillo que debió caer de un nido bastante alto. Inmediatamente, dimos media vuelta y anulamos la salida, volviendo a casa con él. Parecía muy atemorizado, tembloroso y apático. Apenas tenía ganas de dormir y nada más.
A la tarde, fue una gran alegría encontrarlo en el salón, dando saltitos de un lado a otro, piando y, un poco más animado, jugando con mi sobrino o viceversa. Le preparamos dos papillas, amasando magdalena con agua y, para variar, otra de sésamo crudo molido; lo que había por casa. De tanto en tanto piaba solicitando su ración hasta la siguiente toma. Entre ágape y ágape iba dejando algunos «recuerdos» por el suelo, que limpiamos con amorosa resignación.
Su cambio de comportamiento nos dio algunas esperanzas sobre su evolución. Sin embargo, al día siguiente, bien temprano, al ir a darle los buenos días con un improvisado desayuno, nos lo encontramos estirado en una triste agonía que se prolongó apenas unas horas más. Le habíamos puesto «Piticli» por la mascota de Enjuto Mojamuto. Desde luego, no imaginábamos que tendría el mismo final.
A media mañana, en un jardín público, al lado de un monumento, le preparamos un pequeño entierro. Descanse en paz nuestro fugaz amiguito.